30 mayo 2011

Voyeurismo místico.

Me tiende la mano por encima de la mesa y dice:
- Anda, no seas niño.
El contacto de su mano inevitablemente me conmueve. Le pregunto:
- ¿Tú me quieres?
No dice nada, pero me contempla con tan afligida compasión que me falta valor para exigir una respuesta, y me limito a mirar su mano. Es una mano preciosa, distinta del cuerpo y parecida al rostro: larga, delgada, lisa, llena de una espiritualidad incierta, casi temerosa de sí misma. La observo con la atención de un naturalista que hubiera recogido una gran estrella de mar en la playa y examinara ahora los tentáculos del animal que apenas se mueven, buscando instintivamente el agua profunda donde nadaba hace poco.
Con la misma vitalidad a la vez consciente e instintiva, los largos y delicados dedos de Silvia están posados sobre la mesa, buscando, sin que ella lo sepa, la postura más agraciada. Veo esa misma mano tan espiritual juntar las puntas del pulgar y el índice y rodear mi miembro sin apretarlo, sin rozarlo siquiera, para rectificar dulcemente su inclinación antes de acercar la boca. Me doy cuenta entonces de que el supuesto contraste entre la espiritualidad de los dedos y su prestación erótica solo es una ilusión mía; lo más probable es que no haya ni espiritualidad ni erotismo, sino una única fuerza vital instintiva, capaz de revelarse de las dos formas simultáneamente. Ya no me resulta tan difícil ahora comprender las ambiguas sensaciones que Silvia despierta en mí: sí, ella es al mismo tiempo la virgen primitiva y la amante insaciable, pero nunca una u otra solamente.

Alberto Moravia. El hombre que mira, 1985.