17 diciembre 2021

La boda

La boda tuvo lugar en un alborotado juzgado de paz. Solo William y Edith acudieron a la ceremonia; la jueza, una gris mujer arrugada de gesto ceñudo, trabajaba en la cocina mientras se celebraba la boda, saliendo cuando había terminado, solo para firmar los papeles como testigo. Fue una tarde fría y sombría; la fecha era 12 de diciembre de 1941.
Cinco días antes de celebrarse la boda los japoneses habían bombardeado Pearl Harbour; William Stoner contempló la ceremonia con una mezcla de sentimientos que no había tenido antes. Como otros muchos que vivieron aquella época, estaba absorto por lo que solo podía concebir como pasmo, aunque sabía que era un sentimiento compuesto de emociones tan profundas e intensas que no podía reconocerse porque no podían compartirse. Era la fuerza de una tragedia colectiva lo que sentía, un horror y una aflicción tan penetrante que las tragedias privadas y los infortunios personales eran expulsados hacia otro estado del ser, aunque se intensificaban por la inmensidad de lo que estaba teniendo lugar, como el efecto conmovedor de una tumba solitaria se intensifica por el gran desierto que la rodea. Con una pena que era casi impersonal observó el triste ritual del matrimonio y se conmovió extrañamente ante la belleza pasiva e indiferente del semblante de su hija y la indolente desesperación del rostro del muchacho.
Después de la ceremonia los dos jóvenes se subieron lúgubres al coche de Frye y se fueron a San Luis, donde aún tendrían que enfrentarse con otro grupo de parientes y con el lugar en el que tendrían que vivir. Stoner los vio alejarse del edificio y solo pudo pensar en su hija como en una niña pequeña que una vez estuvo sentada a su lado en una habitación lejana y que le miraba con deleite solemne, como en una dulce niña que había muerto hacía tiempo.
Dos meses después de la boda, Edward Frye se alistó en el ejercito, Grace decidió quedarse en San Luis hasta que naciera el bebé. A los seis meses Frye había muerto en la playa de una pequeña isla del pacífico, uno de tantos nuevos reclutas enviados en un esfuerzo desesperado por detener el avance japonés. En junio de 1942 nació el bebé de Grace, un chico, que fue llamado como su padre al que nunca vería y al que nunca amaría.

John Williams. Stoner, 1965.


04 mayo 2021

LXXI

Ese pequeño jilguero
que zurce con su canto la brecha del alba
ha vencido a la vida,
me ha devuelto triunfante al sueño.


05 abril 2021

LXX

Viene de lo alto, de lo flotante,
de una región del cuerpo
que no es el cuerpo,
pero donde el cuerpo también se siente.

Allí, en la negra hondura,
teje el silencio su tormenta.
Desde allí —súbitas y azules—
se arrojan contra el pensamiento
cientos de minúsculas estrellas.

Nadie conoce el signo de esta ofrenda.
Nadie sino el poema.


09 marzo 2021

Memorias de la tierra [IV]

El amor no logró salvarme.
No supe ser feliz,
siquiera un día, una hora.
No supe ser más que un niño enfermo
temeroso de la oscuridad y de la luz.
Los hombres, la historia,
los misterios del universo,
la propia existencia me espantaba.
Ahogué mi tiempo entre ficciones
y nada obtuve de la vida
salvo el horror y el ansia
de una vida nueva.


07 febrero 2021

Perham

Fueron ellos, los toperos, quienes me enseñaran a silbar.
Aparecían, sucios y groseros, ahora detrás, ahora delante de la verja del jardín. Eran gitanos, todavía niños y ya adultos, unos siete, entre los diez y los doce años. Yo no tendría aún los nueve. Al parecer habían salido huyendo de horrores no muy claros en el Este. Aunque insolentes y andrajosos, nadie, entonces, los consideraba una molestia. Al cabecilla, uno pequeño que tenía pegados dos dedos de una mano, lo llamaban Perham.
Se ganaban la vida de toperos; cazaban topos en los jardines y los llevaban ante el dueño, quien les pagaba a razón de una moneda por topo, y los mataban frente a él, minúsculos y ciegos y gimoteantes, aplastándolos con el dorso de una pala. Se los llevaban, nunca supe ni para qué ni para dónde, en un viejo balde de madera.
Frente a mis ojos, con desvergüenza, arrancaban pimientos de las enredaderas y los acometían, antes de que estuvieran maduros, a mordidas rojas y crujientes. O los pisaban sin más. Se reían. Festejaban que Perham me escupiera unas semillas al rostro.
Con silbidos complicados, al atardecer, se llamaban para agruparse en torno de la fuente. Perham me llevó y me presentó como su amigo. Allí contaban sus monedas en el piso. Perham las repartía empujándolas con su dedo doble. A veces, según fuera su humor, podía tocarme alguna.
Se metían a la fuente, a chapotear, sin siquiera quitarse los zapatones adultos que vestían, e importándoles un pito que se les mojaran las ropas. Pronto aprendí a atrapar insectos de agua: unos cucarachones torpes y casi planos que se impulsaban bajo el agua con dos patas picudas; otros eran largos, con largas patas como de mosquito, y se impulsaban en espasmos rasantes cortando el agua de la superficie y dejando atrás una finísima arruga en forma de V. Llegamos a juntar hasta siete distintos y a ponerles nombres ridículos. Nos mataban de risa. Al cucarachón plano, Perham lo llamó Matthias.
Después los apachurrábamos en fila contra la cornisa de piedra. Una pasta blanca o verdusca les salía disparada, con un crujido, del abdomen. Entre más lejos mejor. (También, en un frasco, atrapaban luciérnagas —moscas de fuego, las llamaban— y Perham las despachurraba dentro de un pañuelo percudido que retenía durante horas, con el poco jugo que soltaran los bichos, manchas de una tenue fosforescencia).
En cuanto empezaba a caer la noche tenía que irme a casa. Ellos se quedaban ahí. Los envidiaba. Se divertían. Eran libres, felices; nadie sospechaba que todo eso se lo iba a llevar la mierda.
Salidas de quién sabe dónde, se les unieron luego dos chicas de ojos oscuros y melosos, igual de harapientas, de astutas, de valientes. Los toperos me llevaron a sus guaridas. No había gente mayor. Deseaba secretamente huir de casa e irme a vivir allí, a un lado de las vías.
Hacían fogatas. A veces las chicas cantaban, y me hacían bailar, y me manoseaban entre todos, sobándome carcajeantes la entrepierna, lo cual me dejaba en un revoltijo de vergüenza y gozo, con los rubores y las culpas de un placer inédito recién vislumbrado.
Al final del otoño una de ellas amaneció, a espaldas del correo, tirada en un baldío. "Ve a ver si está muerta", le ordenó secamente Perham a uno de los chicos. Volvió lívido y sin habla. Lubja estaba desnuda y un hilillo de sangre, ya seca, le escurría del oído. Había policías, curiosos, empleados del correo.
Esa misma tarde desaparecieron. Nunca se aclaró lo sucedido, y yo estuve varios días encerrado, mirando tristemente la calle desde la ventana de mi alcoba. Aún recuerdo los cuentos graciosos y obscenos que contaban. Eran tan perfectos y terribles que no los he contado nunca porque me rehúso a estropearlos.

Alain-Paul Mallard. Evocación de Matthias Stimberg, 1995.


01 enero 2021

LXIX

Vivo del fuego.
Fuego candente recorre mi tierna médula.

Ven al fuego.