04 marzo 2008

Sueño pesadilla.

Uno de los recuerdos de infancia que solemos guardar con más claridad son los sueños. Me refiero a las pesadillas. Yo tengo una. No es especialmente sugerente, pero la conservo en mi cabeza como si hubiera sucedido en realidad. Es una de esas en las que el cuerpo no reacciona a las órdenes que envía el cerebro y al final la catástrofe sobreviene sin más remedio, y en los eternos segundos que transcurren hasta que el mal se desata, uno pelea como el pez colgando del anzuelo. Es muy típico, sencillo.

Durante mucho tiempo hubo en la calle donde vivía una antigua casa, prácticamente en ruinas, sucia por dentro y por fuera, con las ventanas machacadas a pedradas y la fachada negra de moho. Era como una pequeña y vieja casa noble entre edificios horribles, incluido el mío. Pasaba por delante de ella muy a menudo, a diario. Para ir a clase, para ir a por pan o a la carnicería, a la tienda de Joaquín o al zapatero. Alguno de estos viajes también tiene su historia.

Siempre llamó mi atención, seguro que por lo extraña que resultaba su ubicación en aquella calle, entre bloques mucho más altos que ensombrecían un pequeño jardín salvaje tras la cancela.

Alguna vez imaginé que era mía. No me importaba que fuese oscuro el jardín, sólo pensaba en mis clicks de playmobil explorando aquella selva, a un segundo de una acera salpicada de mierdas de perro e invadida de coches.

Un día la casa amaneció envuelta en una malla verde, una tela de esas que colocan para evitar salpicaduras de escombros a la calle. Y comenzaron a destruirla desde la cubierta hacia el suelo, en un proceso tosco y lento que puso fin a mi primera idea de casa y sirvió de excusa a mi pesadilla.

En uno de esos viajes diarios en los que ayudaba a mi madre a hacer la compra, me detuve en la acera a observar cómo los operarios destruían tabiques, puertas, baños, suelos, terrazas, y como los restos caían por el interior de la red hasta el suelo. Todos excepto un gran bloque de hormigón que la atravesaba en dirección a mi cabeza. Pero tan lentamente caía, que sentí total seguridad en poder evitar el golpe. Sin embargo, como esperaban, mi cuerpo no reaccionó y aquel tremendo losco aplastó mi cráneo contra el suelo.