En la vida, dondequiera que sea, ya entre sus filas endurecidas, ásperas, rudamente pobres y desaliñadamente roñosas de las capas bajas, ya entre los estamentos superiores, monótonamente fríos y aburridamente pulcros, en todas partes, el hombre por lo menos una vez encuentra en su camino un fenómeno distinto de todo cuanto ha tenido ocasión de ver hasta ese momento, un fenómeno que por lo menos una vez despierta en él un sentimiento distinto de todos los que ha de experimentar en la vida. En todas partes, a través de las aflicciones con que se teje la vida nuestra, pasa corriendo una radiante alegría, como una lujosa carroza arrastrada por preciosos corceles con jaeces de oro y cristales que brillan al sol, carroza que, a veces, atraviesa, súbita y velozmente, una mísera y perdida aldehuela donde nunca se ha visto otra cosa que las carretas de los campesinos, y entonces los mujiks se quedan largo rato de pie, pasmados, boquiabiertos, sin ponerse los gorros aunque el maravilloso carruaje se ha perdido de vista ya hace mucho. Asimismo la rubita apareció en nuestro relato y no menos repentinamente desapareció.
Nikolái Vasílievich Gógol. Almas muertas, 1842.