Allá a lo lejos,
sobre el monte,
arrinconada
en la concavidad de una roca,
como un tesoro huérfano,
una zarza ardía.
Abandoné mis ocupaciones,
casa, huerto, mujer e hijos,
ahogados en un mar de lágrimas
(hasta la cal de las paredes lloraba)
y marché al encuentro
de aquel misterio.
Tenéis que comprender -les decía-.
Anestesiaba mi cuerpo
aquella visión divina
y no padecí en el camino
más que la impaciencia
de su proximidad.
Pero hice cumbre.
Me descalcé,
seguro de que el lugar que pisaba
era santo
y arrodillándome dije:
aquí estoy, Señor,
te vi desde el fondo del valle
y he salido en tu busca.
Líbrame de incertidumbres
y dime al fin
qué destino me aguarda,
qué misión me encomiendas,
pues a ti me entrego.
Y haciendo Dios vibrar el monte,
con pereza y apatía,
contestó: hijo mío,
tú no sirves para nada.