Mi casa mira a una angosta
calle empedrada. En ella
todos los gatos del pueblo
duermen inertes la siesta
sobre un tapial terso y blanco,
bajo el sol de primavera.
Son como tiernos sombreros
engalanando las piedras.
Pero cada día, cuando
el pueblo al completo sueña,
quizás con mejores tiempos,
quizás con menores penas,
desde el balcón de su casa
una anciana los observa.
Es como una tortuga de
pelo blanco y piel reseca:
pétreos su cuerpo y su gesto
y su mirada pétrea.
Llama a los gatos - mininos -
desde la fachada opuesta,
- mininos, mininos - con voz
a un tiempo dulce y severa,
y los quedos animales,
que aún son del sueño presas,
alzan tímidos la vista
hacia el balcón de la vieja.
Ella esparce entonces briznas
de papel sobre la acera.
Es como si el cielo raso
nevara pálidas lenguas.
Atraídos por el brillo
los animales se acercan
y tantean desconfiados
con las patas delanteras
los copos de celulosa
que descansan ya en la tierra.
Entonces la anciana escupe
sobre ellos con ira y fuerza.
Su viscosa y blanda boca,
el cañón de una escopeta,
que retorcido sonríe
cuando sus balas aciertan.
Suena el eco de su risa
tan profundo en mi cabeza.
Suena el eco de su risa
como una campana enferma
que anunciara con su grito
que la juventud se aleja.
Suena el eco de su risa
y la sangre se me hiela
porque temo ser un día
un anciano en un poema.