02 abril 2012

La risa de Dida.

Y sin embargo yo sentía horror de aquellos ojos que me miraban sonrientes y seguros; horror de aquellas lozanas manos suyas que me tocaban convencidas de que yo era tal como sus ojos me veían; horror de todo su cuerpo que me pesaba sobre las rodillas, confiado en el abandono que me demostraba, sin la más remota sospecha de que no se entregaba realmente a mí, y que yo, al estrecharlo entre los brazos, no estrechaba con aquel cuerpo suyo a una mujer que me pertenecía totalmente, sino a una extraña, a la que no podía decir de ninguna de las maneras cómo era, porque para mí era tal como precisamente la veía y la tocaba: ésta, así, con esos cabellos, y esos ojos, y esa boca, tal como en el fuego de mi amor se la besaba; mientras que ella besaba la mía, con su fuego distinto al mío e inconmensurablemente lejano, porque para ella todo, sexo, naturaleza, imagen y sentido de las cosas, pensamientos y afectos que formaban su espíritu, recuerdos, gustos y el mismo contacto de mi áspera mejilla contra la suya delicada, todo, todo era distinto; dos extraños, abrazados así -horror-, extraños no sólo el uno para el otro, sino cada uno para sí mismo, en aquel cuerpo que el otro estrechaba.

Luigi Pirandelo. Uno, ninguno y cien mil, 1927.