07 febrero 2021

Perham

Fueron ellos, los toperos, quienes me enseñaran a silbar.
Aparecían, sucios y groseros, ahora detrás, ahora delante de la verja del jardín. Eran gitanos, todavía niños y ya adultos, unos siete, entre los diez y los doce años. Yo no tendría aún los nueve. Al parecer habían salido huyendo de horrores no muy claros en el Este. Aunque insolentes y andrajosos, nadie, entonces, los consideraba una molestia. Al cabecilla, uno pequeño que tenía pegados dos dedos de una mano, lo llamaban Perham.
Se ganaban la vida de toperos; cazaban topos en los jardines y los llevaban ante el dueño, quien les pagaba a razón de una moneda por topo, y los mataban frente a él, minúsculos y ciegos y gimoteantes, aplastándolos con el dorso de una pala. Se los llevaban, nunca supe ni para qué ni para dónde, en un viejo balde de madera.
Frente a mis ojos, con desvergüenza, arrancaban pimientos de las enredaderas y los acometían, antes de que estuvieran maduros, a mordidas rojas y crujientes. O los pisaban sin más. Se reían. Festejaban que Perham me escupiera unas semillas al rostro.
Con silbidos complicados, al atardecer, se llamaban para agruparse en torno de la fuente. Perham me llevó y me presentó como su amigo. Allí contaban sus monedas en el piso. Perham las repartía empujándolas con su dedo doble. A veces, según fuera su humor, podía tocarme alguna.
Se metían a la fuente, a chapotear, sin siquiera quitarse los zapatones adultos que vestían, e importándoles un pito que se les mojaran las ropas. Pronto aprendí a atrapar insectos de agua: unos cucarachones torpes y casi planos que se impulsaban bajo el agua con dos patas picudas; otros eran largos, con largas patas como de mosquito, y se impulsaban en espasmos rasantes cortando el agua de la superficie y dejando atrás una finísima arruga en forma de V. Llegamos a juntar hasta siete distintos y a ponerles nombres ridículos. Nos mataban de risa. Al cucarachón plano, Perham lo llamó Matthias.
Después los apachurrábamos en fila contra la cornisa de piedra. Una pasta blanca o verdusca les salía disparada, con un crujido, del abdomen. Entre más lejos mejor. (También, en un frasco, atrapaban luciérnagas —moscas de fuego, las llamaban— y Perham las despachurraba dentro de un pañuelo percudido que retenía durante horas, con el poco jugo que soltaran los bichos, manchas de una tenue fosforescencia).
En cuanto empezaba a caer la noche tenía que irme a casa. Ellos se quedaban ahí. Los envidiaba. Se divertían. Eran libres, felices; nadie sospechaba que todo eso se lo iba a llevar la mierda.
Salidas de quién sabe dónde, se les unieron luego dos chicas de ojos oscuros y melosos, igual de harapientas, de astutas, de valientes. Los toperos me llevaron a sus guaridas. No había gente mayor. Deseaba secretamente huir de casa e irme a vivir allí, a un lado de las vías.
Hacían fogatas. A veces las chicas cantaban, y me hacían bailar, y me manoseaban entre todos, sobándome carcajeantes la entrepierna, lo cual me dejaba en un revoltijo de vergüenza y gozo, con los rubores y las culpas de un placer inédito recién vislumbrado.
Al final del otoño una de ellas amaneció, a espaldas del correo, tirada en un baldío. "Ve a ver si está muerta", le ordenó secamente Perham a uno de los chicos. Volvió lívido y sin habla. Lubja estaba desnuda y un hilillo de sangre, ya seca, le escurría del oído. Había policías, curiosos, empleados del correo.
Esa misma tarde desaparecieron. Nunca se aclaró lo sucedido, y yo estuve varios días encerrado, mirando tristemente la calle desde la ventana de mi alcoba. Aún recuerdo los cuentos graciosos y obscenos que contaban. Eran tan perfectos y terribles que no los he contado nunca porque me rehúso a estropearlos.

Alain-Paul Mallard. Evocación de Matthias Stimberg, 1995.