El otoño después de la Caída fue oscuro (lo leí en su diario): oscuro. Seguía pensando en hacerlo, pero tenía miedo. De su hermana sobre todo, pero también de sí mismo. De la posibilidad de un milagro, de un verano invencible. Leyendo y escribiendo y mirando la TV con su mamá. Si intentas cualquier estupidez, su mamá le juró, no te dejaré tranquilo en lo que me queda de vida. Es mejor que me creas.
La creo, señora, informó haber dicho. La creo.
Durante aquellos meses no pudo dormir, y así es como terminó sacando el carro de su mamá a dar vueltas a media noche. Cada vez que salía de casa pensaba que sería la última. Iba a todas partes. Se perdió en Camden. Encontró el barrio donde me crié. Atravesó New Brunswick en el momento en que los clubes cerraban, mirando a todo el mundo, mientras el estómago lo mataba. Llegó incluso hasta Wildwood. Buscó la cafetería donde había salvado a Lola, pero había cerrado y no se había abierto nada en su lugar. Una noche recogió a una muchacha que pedía que la llevaran. Una muchacha inmensamente embarazada. Apenas hablaba inglés. Era una guatemalteca indocumentada de mejillas hundidas. Necesitaba ir a Perth Amboy y Óscar, nuestro héroe, le dijo: No te preocupes. Te llevo.
Que Dios te bendiga, dijo ella. Pero parecía lista para saltar por la ventanilla de ser necesario.
Le dio su número de teléfono, por si las moscas, pero ella nunca llamó. No le sorprendió.
Algunas noches manejó tanto tiempo y tan lejos que llegó a quedarse dormido al timón. Un segundo estaba pensando en sus personajes y el siguiente iba a la deriva, una toxicidad embriagante, a punto de caer rendido, cuando de repente sonaba una última alarma.
Lola.
Nada más excitante (escribió) que salvarse a uno mismo con el simple acto de despertar.
Junot Díaz. La maravillosa vida breve de Óscar Wao, 2007.